CERVECERIA ALCÁZAR. LA PARROQUIA DE BOQUITA DE CURA.

CERVECERIA ALCAZAR

Cada vez que voy al Alcázar, se me escapa un suspiro de nostalgia recordando los viejos tiempos, cuando podías tocar la plancha desde la barra y Pepe te recibía con un: “¿que passa niñooo?, buenah nosheee” con la efusividad que lo caracterizaba,  apurando impasible su ducados para seguir atendiendo las mesas.

El bar tenía dos puertecitas que más que la entrada a un bar parecían las puertas traseras de un bingo. La barra de acero inoxidable era la protagonista del bar y se prolongaba hasta el corner que daba paso a un anchuroncillo con un par de mesitas. Los techos eran bajos y desde la barra a la pared de enfrente se formaba un pasillo en el que formar una tercera fila para pedir solo estaba al alcance de aquellos dispuestos a la cañica en mano y paso atrás. El baño estaba en la segunda planta, por llamarla de alguna manera o la planta uno y medio como en la película “Cómo ser John Malkovich”. Se accedía subiendo una escarpada y minúscula escalera a la derecha de la barra. Hasta yo juraría que la taza del wáter estaba inclinada, aunque nunca he subido sobrio a ese baño…

El Alcázar era el punto de encuentro de las juergas nocturnas, allí empezaba todo y se planeaba la noche. Años de juergas sin parar que empezaban los jueves o incluso algún miércoles tontillo y se prolongaban todo el fin de semana.

Antonio, testigo silencioso de sonrisa traviesa y mirada cómplice, manejaba la plancha con una mano y la freidora con la otra. Gambillas fritas, mejillones a la plancha, almejas, boquerones a la plancha, jibia, atún, croquetas caseras con tropezones con ese toque tan característico a nuez moscada y todo un sinfín de raciones de pescado de temporada y mariscos. Domingo, el encargado, siempre estaba atento, serio, educado y con mucha presencia. Su bigote de Charles Bronson no podía esconder su buen fondo y su pasión por el buen trato y la buena cocina.

Desde el corner, que era donde nosotros nos poníamos, casi se podía tocar la plancha y era la zona más espaciosa del bar ya que justo detrás estaban las mesas y cuando venía alguien con ganas de silla, se podía sentar aunque los demás siguiéramos en la barra. Sentarse en el Alcázar era como ir al gallinero en el teatro pudiendo estar en primera fila del patio de butacas. Otra cosa era sentarse en las mesas de fuera a cenar como señores.

En una ocasión por lo visto vinieron a comer una colla de obreros de la construcción a celebrar el fin de obra (esto lo supimos porque le aplicamos el tercer grado a Antonio desde la esquina de la barra y mientas el cocinaba, nosotros le freíamos la oreja).

Jamás he vuelto a ver cigalas más grandes en mi vida, tenían las pinzas como Popeye y los cuerpos como mis antebrazos.

Antonio hizo un calamar a la plancha entero que parecía un torpedo de la segunda guerra mundial y lo hizo anillas con precisión de cirujano. Domingo peló un mero tan grande que salió con la piel del bicho en la mano  preguntándonos si nos queríamos hacer un bolso con ella. Las bandejas no paraban de salir y los parroquianos aplaudíamos al verlas con su guarnición de patatas fritas de las gordas y tirillas de pimientos. Menudo banquete se pegaron los obreros… no he vuelto a ver una cosa así en lo que a marisco y pescado se refiere.

Una Semana Santa, en pleno bullicio apareció en el bar un repartidor con una caja enorme de corcho, Domingo que es un tío listo y le gusta provocar, abrió la caja y para asombro de todo el bar, estaba llena de langostinos vivos que daban saltos de la caja dejándonos a todos boquiabiertos.

Hoy las cosas han cambiado para bien, sobre todo para ellos. Domingo y Antonio, grandes personas a las que les tengo un gran afecto,  ahora regentan ambos un bar moderno mucho más grande y con unas condiciones de trabajo mejoradas y yo me alegro mucho por ello. Las tapas siguen siendo las mismas y la calidad y frescura tienen el sello del Alcázar, pero el sabor y el cariño impreso de aquel viejo Alcázar se queda en el recuerdo de los que lo vivimos…

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